Proyecto moderno y concepción de la infancia
On 30/05/2024 by adminIntroducción
Es en el marco de la modernidad en donde se ha perfilado, constituido y fortalecido la identidad que hoy se torna hegemónica a nivel social. Dicha identidad es eurocéntrica, en el sentido de que se configura a partir de características propias de los individuos europeos, establecidas como norma con la cual se juzgan y valoran los individuos de otras culturas y latitudes. La universalización de la identidad europea –que ya de por sí, niega su propia diversidad – no sólo ha ignorado su propia identidad, sino también práctica, real, de otras formas sociales de ser.
Este perfil identitario, ha pretendido universalizarse a partir de los procesos de colonización, y se plasma en un individuo con características muy marcadas: tez blanca, hombre, heterosexual, adulto, cristiano. Un rasgo que muchas veces no se toma en cuenta en los análisis político-culturales es lo referente a las etapas de vida de los seres humanos, a pesar de que en cada una de esas etapas los individuos se ven insertos de diferente modo en la vida social. La edad –asociada de forma lineal a una pretendida madurez física, mental e intelectual- ha sido un rasero para el acceso a derechos, privilegios y participación social y cultural, con el consecuente menoscabo de la población que no ha llegado a un determinado nivel etario.
Justamente, este artículo tiene se propone identificar cómo la cuestión de la colonialidad y la subalternización opera en el caso de las diferencias etarias; es decir, con respecto a las diferentes etapas de vida en que se encuentran los seres humanos y de forma específica en relación con la niñez y la adolescencia como subjetividades negadas de forma sistemática. Es decir, cómo la colonialidad característica del proyecto moderno coadyuva a la configuración del adultocentrismo.
Tradicionalmente, son las personas adultas (y más concretamente, los hombres adultos), quienes ejercen la determinación de las dinámicas sociales y políticas. Es en la edad adulta en que la participación política, el ejercicio de derechos y la vivencia en sociedad se reconocen de forma plena. Sin embargo, ello no se da como un mero ejercicio de capacidades de las que los demás miembros de la sociedad estarían limitados per se, sino más bien como resultado de procesos de negación, marginación y subalternización.
Si son los adultos quienes ejercen el poder, la niñez, la adolescencia y la juventud, en su calidad de una subjetividad otra, son quienes padecen el poder, sobre quienes se ejerce el poder como si fueran objetos, o a quienes se les niega el poder de decidir sobre su propia vida y de participar plenamente en la vida de la sociedad.
Frente a ello, el artículo reivindica una perspectiva decolonial sobre la niñez y la noción de paternalismo justificado como elementos que permiten poner en equilibrio la concepción de la infancia como subjetividad social sustantiva y la protección que dicha población debe recibir por parte de las instituciones sociales y del Estado.
Subjetividad moderna y niñez
El proyecto moderno se desarrolló a partir de la constitución paulatina de Europa como fuerza hegemónica a nivel global. Este proceso no se explica sólo en términos de sociedades o países sino también de individuos y, por tanto, de las identidades que constituyen a dichos individuos; es decir, con el cúmulo de valores, prácticas, estereotipos, roles y expectativas vitales que los hacen parte de una comunidad y que les dan sentido a sus acciones cotidianas.
Hay que aclarar que toda cultura por defecto es etnocéntrica, pues parte de sus propias características para hacerse una visión de mundo que pueda explicarle la realidad y permitir actuar sobre ella, lo que incluye las otras culturas, y los otros seres humanos que circundan en el mundo. Sin embargo, para Dussel, el proyecto moderno es el único que se proyecta con un ímpetu de dominación hacia las otras culturas de forma intrínseca, esencial, así “aunque toda cultura es etnocéntrica, el etnocentrismo europeo moderno es el único que puede pretender identificarse con la ‘universalidad-mundialidad’” (Dussel, 2000).
La identidad que se ha promovido en el marco del proyecto moderno ha estado signada por el ímpetu de conquista, por una voluntad de dominación. Como menciona Dussel, desde un inicio el ego cogito (yo pienso) está estrechamente vinculado con el ego conquiro (yo conquisto), pues es la razón la que permite asir la realidad, domeñarla y transformarla. Ello equivaldría a un “pienso, luego conquisto”, como extensión de la fórmula clásica de la lógica cartesiana.
La conquista no fue sólo un proceso material de subyugación por la fuerza de unos pueblos por otros. Fue además la instalación a nivel global de una mentalidad basada en la identidad europea. Esto significa que además del sometimiento material de los pueblos, se dio de forma concomitante una dominación ideológica (cultural, espiritual), es decir, a nivel de las cosmovisiones de mundo con que los pueblos se identificaban, aprehendían y valoraban la realidad.
López (2012) señala la relación compleja entre modernidad y colonialismo, ya que no son fenómenos del todo asimilables pero sí unidos de forma esencial. Es así que, “aun cuando sea desmedido e inadecuado tomar los términos modernidad y colonialismo como equivalentes, dado que en la modernidad confluyen fenómenos muy diversos, no es, sin embargo, desmedido afirmar que sus destinos no dejan de estar asociados y de alimentarse mutuamente” (López, 2012). Cabe precisar además que el proyecto moderno estaría constituido por el colonialismo, el patriarcado y el capitalismo como ejes de dominación que organizan las relaciones sociales en torno a una finalidad globalizante.
La imposición de la identidad europea, moderna, significó la pérdida paulatina de la identidad propia por parte de los pueblos dominados. Puede decirse que dicho proceso fue de aculturación o transculturación, en la medida en que la cultura previamente existente fue destruida y suplantada por otra, o fue transformada englobando elementos de ambas culturas y en cuyo interior aparece una sinergia formada por esa mezcla de culturas. Sea como fuera, los pueblos dominados perdieron su identidad originaria, lo que restó su capacidad de constituirse en sujetos autónomos, soberanos y emancipados.
La identidad moderna que se convierte en dominante a partir del siglo XVI y en hegemónica a partir del siglo XVII, cuando ya se ha consolidado el dominio de Europa sobre América Latina, El Caribe, África y el medio Oriente, está demarcada por unas características muy particulares que, en el caso de las identidades personales, refieren a sujetos masculinos, adultos, blancos, poseedores de capital, como principales características.
Es posible definir dicha subjetividad como androcéntrica en el sentido de que las cosmovisiones y prácticas validadas y legitimadas tienen un claro sesgo de género en beneficio del hombre. Pero además dicha subjetividad es adultocéntrica, pues dicho sesgo de género beneficia a los hombres adultos, no a todos los hombres. De hecho, el androcentrismo haría referencia a la centralidad que se otorga socialmente a un hombre adulto, plenamente desarrollado, en detrimento de otros sujetos sociales. La mejor muestra de ese androcentrismo es el Hombre de Vitrubio, que en el Renacimiento expresa la idea de que el hombre (adulto), es la medida de todas las cosas.
Desde esa subjetividad androcéntrica, la infancia es concebida como un objeto en la medida en que es un proyecto de persona por hacerse. El niño es un adulto incompleto al cual aún le faltan capacidades para poder participar en la vida de la sociedad, por tanto, sólo puede ser tutelado por la sociedad (específicamente por la familia y la escuela) y por el Estado cuando carece de familia o cuando ha subvertido las leyes de la sociedad. En ambos casos, la niñez ha sido vista como un objeto sobre el cual recaen determinaciones discrecionales sobre su vida por parte de la sociedad y del Estado, por lo que carece de autonomía y de derechos de forma plena.
A diferencia de la Edad Media, cuando el niño simplemente era parte del patrimonio con el que podía contar una familia y del cual podía echar mano para aportar al sustento del hogar a través de su trabajo, en la edad moderna el niño adquiere sustantividad en el sentido de que se reconoce su especificidad, pero es una especificidad que se encuentra al arbitrio de las decisiones (del ejercicio del poder) de otra subjetividad (del mundo adulto) (Nuciforo, S.f.). Así pues, la niñez no deja de ser un grupo subalterno en el tránsito hacia la modernidad y en la vigencia de dicha etapa, aunque sí se modifican los caracteres de dicha subalternidad. El niño pasa de ser objeto inanimado a ser objeto de compasión. La última legislación y las últimas aspiraciones al uso lo sitúan como un “sujeto de derechos”, aunque los principios de esta nueva absolutización y universalización liberal también pueden ser cuestionables (Liebel, 2016).
No es extraño que el proceso de hegemonía de la modernidad, acaecido como ya se indicó en el siglo XVII, sea concomitante con la construcción social de la infancia. No es extraño porque es precisamente esa construcción social la que permite configurar a la niñez como sujeto de control y de supeditación, que luego irá refinándose en el proceso de institucionalización del proyecto moderno. Así, Nuciforo advierte que “un análisis histórico demuestra que la historia de la infancia es la historia de su control y constituye el resultado de un complejo proceso de construcción social cuyos orígenes pueden ubicarse en torno al siglo XVII” (Nuciforo, S.f.).
Liebel refiere que “de manera similar a la relación entre colonizadores y colonizados, se introduce una estricta separación entre adultos y niños, institucionalizándose la relación entre ambos en forma de una constelación de poder que se basa en la violencia y en las preeminencias del más fuerte” (Liebel, 2016). La relación entre la niñez y el mundo adulto se convierte entonces en una relación antagónica y contradictoria; en la que es el mundo adulto el que controla, somete y subyuga a la niñez, y ello se muestra, entre otras cosas, en la imposibilidad de niñas y niños de incidir con su opinión en la toma de decisiones sustantivas de la sociedad.
La sociedad moderna, constituida por personas adultas y por niños, está atravesada por una relación de dominación y de subsunción que se suma a otros factores de dominación, como es la clase, el género o la procedencia étnica. La diferencia etaria se convierte en otro elemento de esa dominación, en tanto que socialmente se niega la posibilidad de ejercer sus derechos de forma plena o progresiva a quienes aún no llegan a la edad adulta, concebida ésta como medida de una pretendida madurez. El niño es para el adulto un “otro”, una subjetividad constituida más allá de la comunidad política. Por eso el niño, aun cuando es concebido como un sujeto de derechos, está vedado de participación política.
Para López, en el contexto de la modernidad, “la infancia posee un estatus ambiguo, oscilante, entre la identidad y la diferencia, entre la igualdad y la desigualdad, principales categorías que, como lo ha señalado Todorov, estructuraron la relación con el otro durante la conquista de América” (Lopez, 2012). Más adelante el mismo autor afirma que, en ese mismo contexto de la expansión moderna, “los niños representan una ausencia y esa ausencia favorece la proyección y la apropiación del otro en términos relativamente tolerables para el imaginario europeo. La pedagogía, sea bajo la forma de la evangelización, sea bajo forma de la civilización que se afirmará posteriormente, es el dispositivo que permite transformar la falta en algo productivo en el esquema colonial” (López, 2012).
La negación sistemática de la participación social y política de la niñez y la adolescencia ha llevado a conformar sociedades que son hostiles hacia los derechos de esta población. Las niñas, niños y adolescentes no son solo víctimas de violaciones a sus derechos humanos, son también desacreditados como titulares de esos derechos. Se desacredita que el niño pueda tener derechos y se invoca el derecho de los padres a definir la forma de su educación, de disciplina, de adoctrinamiento moral y religioso, entre otros. Lo cual supone la privatización del ejercicio de un derecho de consecuencias sociales.
Si bien es cierto, la familia y los padres, debido a su nivel de madurez y de experiencia, se encuentran en una mejor posición para juzgar la vida y para reaccionar frente a determinadas situaciones, no es menos cierto que los niños y las niñas pueden aportar con su visión de mundo, con sus expectativas y con sus proyectos vitales, una forma particular de comprender el mundo, de aprehenderlo y de actuar sobre él. Además, no es menos cierta la vulnerabilidad del mundo adulto frente a valores, concepciones e intereses que son lesivos de un desarrollo humano sostenible, integral, pacífico y justo.
Con lo dicho hasta este punto, es posible sintetizar que la subjetividad moderna ha generado y consolidado un sistema de dominación sobre otras formas de subjetividad, sobre otras identidades, sobre otros sujetos sociales más allá de la identidad hegemónica. Entre esos sujetos subalternizados se encuentra la niñez, lo cual se expresa en la victimización de esta población y en la negación sistemática a su participación social y política. Todo ello limita la posibilidad de construir sociedades más justas desde todo punto de vista, obstaculiza que una parte importante de la población pueda participar de forma plena en las dinámicas sociales.
Perspectiva decolonial de la niñez
Desarrollado lo anterior surge el cuestionamiento acerca de si es posible pensar una subjetividad que reconozca diversas subjetividades y genere relaciones sociales más horizontales y dialógicas, entre las que se encontraría una relación más democrática con la niñez o, visto del otro lado, en donde la niñez sea reconocida como sujeto y tomada en cuenta para la toma de decisiones sociales relevantes. En un amplio sentido, esto equivaldría a preguntarse acerca de si es posible una perspectiva decolonial de la niñez, toda vez que se reconozca que existe actualmente una situación de colonialidad sobre la misma cuyo origen es la identidad hegemónica moderna.
Aceptar que existe la posibilidad de que la niñez pueda ser reconocida como sujeto social y político, supone asumir la posibilidad de que las condiciones de sometimiento que ha generado la modernidad sean superadas por una praxis social incluyente. Pero ello requiere que las condiciones de colonialidad puedan ser evidenciadas y transformadas, pues sólo en la medida en que se puedan observar y definir esas prácticas coloniales que están internalizadas en la sociedad, es posible realizar acciones para lograr su superación.
La perspectiva decolonial debe permitir evidenciar que en las relaciones interpersonales que se establecen entre el mundo adulto y la niñez existen ejercicios asimétricos en la detentación y el ejercicio del poder. Esa situación es favorable para el mundo adulto, quienes ejercen en calidad de colonizadores, en detrimento de la niñez que representa a los colonizados. Esta relación no es sólo simbólica, sino que materialmente se manifiesta en la determinación prácticamente total que el mundo adulto ejerce sobre niñas, niños, adolescentes y jóvenes.
Algunos de los elementos a tener en cuenta en la construcción de una perspectiva decolonial sobre la niñez son el carácter subordinado de la niñez en las sociedades actuales, el carácter de género de dicha subordinación, la necesidad de una perspectiva interseccional sobre la discriminación, un enfoque intercultural para el diálogo y la confrontación política, una perspectiva de clase sobre las bases económicas que generan desigualdad, los límites de la sociedad, la institucionalidad y la democracia liberales, entre otros factores.
Una perspectiva decolonial de la infancia debe partir del hecho patente de que el adultocentrismo reproduce una simiente colonial, y que en cuanto tal el adultocentrismo coadyuva a mantener un estatus quo caracterizado por la desigualdad. En cuanto manifestación del proyecto moderno, el adultocentrismo propende a reproducir las relaciones de dominación sobre la base de las diferencias etarias que, combinadas con otros ejes de discriminación, generan desigualdades interseccionales. También dicha perspectiva debe tener en cuenta que sólo a través de la recomposición de las relaciones sociales sobre la base de las diferencias etarias puede lograrse una democratización real de la sociedad.
Ahora bien. La democratización de las relaciones que se establecen entre las personas adultas y la infancia es un proceso no exento de problemas. Ya el debate entre la perspectiva liberacionista que propugna la asunción de la infancia como una subjetividad con pleno derecho, y la perspectiva paternalista que lleva a encubrir la dominación a partir de una necesidad de tutelaje, parece estar lo suficientemente superado por la noción de paternalismo justificado.
Retomando ideas de Garzón Valdés, puede decirse que por paternalismo justificado ha de entenderse la intervención necesaria de las instituciones sociales y del Estado en la salvaguarda de la vida de la población que posee una incapacidad inmanente para garantizarse una vida digna. Las niñas, niños y adolescentes se encuentran en una condición de desarrollo de sus capacidades físicas, cognitivas, emocionales y sociales, todas las cuales no están plenamente desarrolladas desde un punto de vista biológico y psicosocial, por lo que la guía, orientación y protección por parte de la sociedad y del Estado se vuelven necesarios.
Una concepción decolonial de la infancia no puede pasar por alto la condición de imposibilidad inmanente en que se encuentra la niñez para desenvolverse por sí misma de manera integral, pero tampoco hacer de ella un parámetro absoluto que niegue su participación progresiva en los procesos sociales. Precisamente, el reconocimiento de esa condición diferencial en el ejercicio de capacidades permite establecer instancias de protección y participación que garanticen el ejercicio progresivo de la ciudadanía en consonancia con el desarrollo progresivo de las facultades biológicas, psicológicas y sociales.
En tanto la perspectiva democrática liberal concibe la participación política como el establecimiento de consensos por parte de individuos homogéneos que además, en el marco del proyecto moderno, cumplen con una serie de características, la perspectiva decolonial debe pensar la praxis política como la construcción de alternativas posibles de la vidas en comunidad sobre la base de la diversidad, lo que implica la flexibilidad de las instituciones y de las prácticas políticas para incluir de forma creciente a todas las identidades sociales, incluida la infancia.
Conclusiones
La subjetividad moderna está conformada por una identidad conquistadora y eurocéntrica, en la que el mundo se vuelve su espacio vital, el cual reclama como por derecho propio. Esa subjetividad moderna crea y recrea formas de discriminación y de exclusión sobre toda aquella identidad que considera “otra”, es decir, que no cumple con los rasgos que le caracterizan y que la convierten en parte de la identidad hegemónica.
Uno de los rasgos elementales de la subjetividad moderna es la pretendida madurez vital que se asimila a cierto rango etario. Llegar a un nivel etario es considerado como un criterio de la madurez física, emocional y mental. Por lo que se considera que sólo a partir de ciertas edades es posible ejercer ciertos derechos, tener ciertos privilegios o, visto desde otro ángulo, ejercer ciertas manifestaciones de poder. De ahí que la niñez, la adolescencia y la juventud normalmente son consideradas como sujetos sobre quienes se ejerce el poder, pues no están capacitados para decidir por si mismos.
Niñas, niños y adolescentes han representado así un amplio sector de la población colonizada, es decir que sobre ellos recae un poder de dominación del mundo adulto. Por estar considerados como “aún no personas”, o como personas no completas, están a merced del mundo adulto, quien determina sus destinos. Entre la niñez y la adultez se genera una relación vertical, entre dominados y dominadores.
Sin embargo, dicha relación puede ser transformada positivamente en la medida en que logre trascenderse la perspectiva colonial con respecto al rango etario. Ello implica un esfuerzo de deconstrucción de las identidades que sostienen las relaciones sociales subalternizantes y discriminatorias. En concreto, se requiere construir y consolidar una perspectiva decolonial sobre las relaciones entre el mundo adulto y el de la niñez.
Alberto Quiñónez Castro
Salvadoreño. Investigador en derechos de la niñez y la adolescencia. Estudiante de la Maestría en Derechos Humanos y Democratización (CIEP-UNSAM).
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